Coctel explosivo de reclamos legítimos, deudas sociales pendientes e ira desbordada




Colombia, acostumbrada a las más terribles turbulencias sociales, políticas y de la muerte, desde hacía años no se había sacudido como en las dos últimas semanas. Los tratados de libre comercio fueron el detonante, pero las causas de fondo están en el abandono histórico del Estado y la sociedad por el sector agrícola y el campesinado.

Artículo que publiqué inicialmente en Otramérica

Todo comenzó por algo simple de explicar: campesinos de varias regiones empezaron a protestar porque no aguantan más que sus cosechas se estén perdiendo porque no pueden competir con productos que llegan de otros países debido a los tratados de libre comercio (TLC), en especial el que se firmó con Estados Unidos y que lleva apenas un año de vigencia.

Los labriegos dicen que los productos extranjeros que entran a Colombia tienen precios más baratos que los suyos porque están subsidiados en sus respectivos países; algunos ingresan como “cuotas” pactadas en los citados tratados, en detrimento de la producción nacional; los insumos y fertilizantes están por las nubes y, para colmo de males, cada vez son más débiles las políticas estatales de apoyo a los pequeños y medianos productores, así la propaganda oficial diga lo contrario.



Esa fue la chispa que encendió a varias ciudades y regiones en los últimos días. Ese fue el motivo del paro nacional agrario que comenzó el lunes 19 de agosto –día festivo en el país porque se celebraba la Asunción de la Virgen– y que fue creciendo como una bola de nieve hasta que explotó en forma violenta 10 días después.

A esa demanda inicial se le fueron agregando ingredientes que volvieron esa protesta legítima un problema gigante tanto para el gobierno como para los promotores de las manifestaciones porque el asunto, en un momento dado, se les salió de las manos a todos.

Los motivos pasan por problemas coyunturales recientes y otros estructurales de larga duración como el abandono histórico del campo en las políticas públicas. Implica, además, programas económicos erráticos y la criminalización de la protesta social que hace el establecimiento.

Y derivó en violencia por el desbordamiento al hacer los reclamos –por más justos que ellos sean– y la presencia de agitadores que aprovechan las protestas para sembrar el caos y el terror.

De bola de nieve a bola de fuego
El paro comenzó con bloqueos de carreteras que pronto fueron reprimidos por la Policía. En numerosos casos se hicieron con atropellos graves a la población civil (cualquiera los puede ver en Internet porque fueron grabados decenas de abusos oficiales).



A eso se sumó una minimización y negación de las protestas por parte del presidente de la República, Juan Manuel Santos, en unas declaraciones que rayan entre el cinismo y la torpeza política. “El paro no existe”, llegó a decir cuando ya iba una semana de bloqueos viales y por ese motivo hasta se habían suspendido partidos del fútbol profesional, asunto sensible en un país religioso y futbolero como este.


Todo eso radicalizó a los manifestantes (sectores como los lecheros, cebolleros, paperos…) y llevó a que grupos diferentes a los ligados al agro (mineros, transportadores, estudiantes…) no solo apoyaran la protesta agrícola, sino que sumaran sus propias reivindicaciones a la lista de reclamos.

La inconformidad fue creciendo como espuma, así como los pedidos: a renegociar los TLC y bajar el valor de los insumos agrícolas, se sumó disminuir el precio de los combustibles, apoyar la minería artesanal, no entregar la riqueza del subsuelo nacional a las multinacionales mineras… Toda una serie de reclamos pendientes de solucionar desde hace mucho tiempo en muchas ramas.

El clímax de las protestas, que por entonces cubría a unos diez departamentos pero en forma grave a seis de ellos, estalló el jueves 29 de agosto cuando la tensión y los desórdenes en varias ciudades recordaron episodios que no se vivían desde la década de 1970 con los paros nacionales de aquella época.

Este año 2013 ha sido todo de protestas: ya se habían presentado tres muy fuertes de los cafeteros, los mineros y los campesinos de la zona del Catatumbo (nororiente del país, en límites con Venezuela), pero todas ellas se concentraron en zona periféricas, alejadas de los más importantes centros urbanos.

Después de una semana de paro, encapuchados se infiltraron en las manifestaciones y marchas, se enfrentaron a la Policía y realizaron actos vandálicos contra propiedades públicas y privadas. También hubo otros que aprovecharon el desorden para delinquir y unos cuantos más se unieron al caos como una forma de expresar su descontento y liberar una rabia social acumulada.

Los uniformados del Estado respondieron con gases lacrimógenos, bolas de goma y “bolillo” a todo el que se les atravesara (“bolillo” es como se le llama aquí a los bastones que utilizan para reprimir a los manifestantes).

El saldo fue lamentable: en una ciudad como Medellín, la administración pública, empresas y universidades suspendieron labores desde temprano, y en muchos sectores las vías se vieron muy vacías por el temor generalizado ante lo que podría ocurrir. Y en Bogotá, la batalla en las calles dejó dos muertos, unos 200 heridos, más de 500 retenidos, y centenares de establecimientos comerciales y bancarios destruidos.

El anuncio del gobierno de militarizar las ciudades y despejar por la fuerza las carreteras, para lo cual dijo que utilizaría a 50 mil soldados, llevó a los promotores del paro a ordenar que se levantaran los bloqueos, pero a mantener la huelga mientras los líderes negociaban con el gobierno.

Un paro legítimo
Aun los actos violentos, nunca antes en Colombia había existido tanta unanimidad en que es legítima una protesta social: la realidad del campesinado, compuesto por unos 9 millones de personas, es tan apabullante que no hay duda de que sus reclamos son justificados.

Según la prestigiosa revista Semana, “más que pobreza, en el campo colombiano hay indigencia. Mientras en las ciudades los pobres son el 30% y los indigentes el 7%, en el campo los pobres son el 65% y los indigentes el 33%. Este es el resultado de décadas de abandono y olvido”.

En un informe especial, esa revista reveló lo siguiente:
-          60 % del empleo rural es informal.
-          El 55 % de los campesinos pobres nunca ha recibido asistencia técnica.
-          El 11 % no tiene vivienda y el 16 % tiene vivienda en mal estado.
-          El 85 % de la población carece de alcantarillado.
-          El ingreso promedio de un campesino era en el año 2009 de220.000 pesos, mientras en la ciudad el ingreso promedio alcanzaba 668.000 pesos.
-          El analfabetismo es del 18,5 %
-          60 % no tiene agua potable.

Hasta el presidente de la República, pese a sus desafortunadas intervenciones, ha dicho en varias ocasiones que las quejas son legítimas (incluso un comercial de televisión pagado por el gobierno defiende la protesta pero sin violencia).

También lo han manifestado a los cuatro vientos los opositores. Algunos de ellos, en un descarado acto de oportunismo político, han sacado a relucir sus más ásperas críticas, a pesar de que cuando han estado en el gobierno tampoco han hecho mayor cosa en favor del campo y de su gente.

Y, por supuesto, el paro es considerado válido por amplísimos sectores de la ciudadanía que se han manifestado con cacerolazos en las plazas públicas, en los medios de comunicación y las redes sociales.
Con lo que nadie está de acuerdo es con la violencia que se ha presentado.

Inventario de pérdidas
En los últimos meses, los campesinos y productores agrícolas han estado acorralados por:

-          El incremento de las importaciones de lácteos, carne de cerdo, trigo, maíz y soya –solo por mencionar los productos “emblemáticos”– como consecuencia de la entrada en vigencia del TLC con Estados Unidos, que en apenas un año ya muestra sus terribles consecuencias para estos sectores de la economía.

El gigante norteamericano tiene una economía 200 veces más grande que la colombiana y subsidia a sus agricultores con lo que la política agrícola de ese país denomina “ayudas internas”. Ellas permiten que sus empresarios no vayan a la quiebra, que tengan un respaldo permanente y que lo que producen se venda dentro y fuera de sus fronteras.

Los TLC que ha firmado con otros países les posibilitan sacar al exterior esos productos y mantener estable su economía, así afecten en poca o gran medida a sus “socios”, como es el caso de Colombia.


-          La importación y el contrabando de países vecinos de alimentos como arroz y papa, de los cuales Colombia siempre fue una despensa para el consumo interno y externo.

-          El valor de los fertilizantes que, según expertos como Aurelio Suárez (excandidato a la Alcaldía de Bogotá), están entre los más caros del mundo.

-         El fracaso de los pocos programas proteccionistas liderados por el Estado para hacer frente al TLC con Estados Unidos. Vale recordar el más sonado, Agro Ingreso Seguro, destinado a grandes industriales del campo, desvió parte de sus recursos a personas que no lo requerían, mediante operaciones administrativas irregulares que fueron muy cuestionadas por las autoridades y la opinión pública.

Otra estrategia parecida, llamada Programa de Transformación Productiva (PTP), tampoco ha significado incrementos sustanciales en las exportaciones colombianas.

-         Las dificultades para el crecimiento de algunos productos de exportación: “Camaronicultura, carne bovina, chocolatería y sus materias primas, lácteos, hortofrutícola, palma, aceite, grasas vegetales y biocombustibles, son sectores que, si bien han crecido internamente, no han mostrado aumento en sus envíos al exterior”, explicó en mayo pasado el periódico económico Portafolio.

-          La eterna debilidad en los sistemas de crédito y subsidio para pequeños agricultores y productores.

-          El alto costo de los combustibles: la gasolina es la cuarta más cara del continente, lo cual sube los fletes para el transporte de productos.

Una paradoja: a más problemas, menos dinero
Como si fuera poco lo anterior, parece que el Gobierno Nacional no tiene la más mínima intención de que todo esto cambie: en momentos en que el paro agrario estaba en todo su furor, la Contraloría General de la República advirtió que el proyecto de presupuesto nacional para el año próximo contempla reducir en 20 % los recursos para el sector agrícola.

El senador Jorge Enrique Robledo, una de las personas que ha liderado la defensa del agro colombiano en el Congreso de la República y en los espacios políticos, denunció que el presupuesto del ICA, que es la entidad encargada de que los productos del agro cumplan con las exigencias sanitarias para exportar, se reduce en 22 %.

También explicó que el presupuesto del Incoder, institución encargada de resolver los problemas de tierras en el país (que está en la base del conflicto armado interno que sufre el país desde hace medio siglo), se disminuiría en 58 %. Y que la Unidad de Restitución, que devuelve a campesinos tierras que les fueron robadas por causa del conflicto, “que hasta ahora solo ha restituido 500 predios de los 160 mil prometidos, reducirá su presupuesto en 17 %”.

Tras el escándalo del paro, habrá que esperar si estos recortes se mantienen o se quitan y qué decide el Congreso, que es quien finalmente aprueba o no el presupuesto nacional.

Paños de agua tibia, no soluciones de fondo
Según reseñó el periódico El Tiempo, para superar el actual paro agrícola “el Gobierno ofreció un ‘pacto nacional por el agro’, que contemplaría la reducción de precios en los fertilizantes, la importación directa de agroquímicos para evitar el sobreprecio que generan los intermediarios, una lucha sin tregua contra el contrabando y aumentar el presupuesto para el agro, entre otras mejoras”.

Sin embargo, para los expertos –en especial los que son simples agricultores de vereda– esas alternativas tocan apenas asuntos que representan soluciones momentáneas, pañitos de agua tibia, como se dice popularmente.

Lo propuesto más parece un calmante para bajar los ánimos, pero no significa una reestructuración de los verdaderos problemas de fondo:
-          Que no existe una verdadera política estatal de apoyo al campesinado.
-          Que el campo no le interesa a las clases dirigentes.
-          Y que no hay conciencia de la necesidad de proteger la producción agrícola nacional y el empleo rural ante las avalanchas del supuesto “libre comercio”.

Comentarios

Anónimo dijo…
excelente articulo, debemos pensar también en los alimentos que nos van a llegar de estados unidos, que normalmente son malisimos para la salud a diferencia de los productos del agro colombianos que son sanos y naturales en su mayoría. La salubridad es un tema que va de la mano del agro y no se debe dejar de lado.

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